Crónica semanal (23 al 29 de julio)

Las fiestas patrias de fines de julio nos ofrecen cada año la oportunidad de reflexionar sobre el estado de la república. En ese marco de introspección, el foco está puesto cada año en el Congreso, desde donde el presidente se dirige a la nación para pronunciar su siempre esperado mensaje. La puesta no está desprovista de simbología: el jefe de Estado baja desde las alturas del Palacio de Gobierno y se adentra en los territorios donde reside la soberanía popular para comparecer ante los ciudadanos.

El mensaje anual de 28 de julio responde a la tradición democrática del rendimiento de cuentas. El servidor más importante de la patria es convocado a exponer al país sobre los principales avances y sobre las grandes dificultades a las que ha debido hacer frente su gobierno en el año anterior. Pero de ese ejercicio de retrospección, se espera del mandatario más que un recuento del pasado. La consecuencia lógica de esa exploración interna, es la articulación de una visión sobre el futuro, sobre los retos que habrán de enfrentarse y sobre el camino, tortuoso o no, que habrá de seguirse para llegar a las metas trazadas.

Sin embargo, a menudo nuestros presidentes utlizan el mensaje de 28 de julio exclusivamente para justificar las acciones emprendidas por su gobierno durante el año anterior, dejando de lado una elaboración más profunda sobre las grandes cuestiones del país. Y en ese contexto, tienden a centrarse solamente en los logros, sin ahondar en una verdadera autocrítica. Ese escaso espíritu de autocrítica suele estar ligado a una concepción excesivamente partidista del juego político: reconocer errores propios significa ceder ante la oposición.

En su último mensaje a la nación, el presidente García ha incurrido en esos dos problemas. Por un lado, ha sido incapaz de hacer una autocrítica sincera – algo lamentable si se tienen en cuenta los repetidos errores en el plano social durante el último año – y, por el otro, no ha articulado una visión interesante sobre el futuro del país. En ese sentido, ha brillado por su ausencia la cuestión de la reforma del Estado, como nos recordó mi colega Bernd Krehoff esta semana. Las grandes reformas ya no parecen estar entre las asignaturas pendientes del gobierno.

El signifcado histórico del 28 de julio, es decir, la conmemoración de nuestra independencia, representa una ocasión propicia para ir más allá de la mirada coyuntural de las asignaturas de la república. Se trata, más bien, de una oportunidad para profundizar en la que es, probablemente, la mayor interrogante que aún nos queda por resolver: cómo diseñar un modelo de convivencia viable. Por sus dimensiones, se trata de una interrogante cuyo desciframiento trasciende el poder político formal.

En este contexto, es necesario repensar el rol de la escuela con relación a nuestras fiestas nacionales. En general, la escuela peruana pone poco énfasis en la educación cívica, en el fomento de la conciencia ciudadana. Pero la única manera de alcanzar una convivencia satisfactoria, es ampliando la noción de ciudadanía a todos los habitantes del país. A mi entender, ese debería ser el mensaje que la escuela, en especial la pública, debería transmitir a sus alumnos cada 28 de julio. Lamentablemente no siempre es así. En muchos casos, las celebraciones de fiestas patrias se centran en el desfile militar y en la exaltación de valores castrenses.

En el Perú, el mensaje de la libertad que, desde una mirada idealista, yace en la lucha por la independencia, no fue entendido en su momento y tampoco es entendido hoy en día de manera completa. Con el amenecer de la República apenas se trasladó el poder de un dominador a otro y, si bien muchas de esas ataduras ya han sido rotas, no hemos llegado a un acuerdo de coexistencia pacífica. La violencia y las discriminaciones estructurales persisten en un país inmensamente desigual. La libertad ha sido entendida en el Perú como un privilegio y no como un derecho que todos deberíamos ejercer.

Ignazio De Ferrari