Desde hace tiempo el congresista Carlos Raffo y el diario La Razón pregonan que el proceso judicial contra Alberto Fujimori lo “mata lentamente”. Si revisamos en la historia el caso de Augusto Bernardino Leguía, el único ex dictador enjuiciado, ya hubiera querido ese hombre el trato que recibe Fujimori.
Iniciada en julio de 1919, la dictadura de Leguía fue tan modernizadora y reformista como autoritaria y corrupta. Al propio Leguía se lo llenó de halagos y alabanzas como el Perú no había visto desde los virreyes. Banqueros, comerciantes, embajadores e intelectuales llevaron al clímax el servilismo al anciano dictador. Todos ellos después no le tendrían compasión.
Tras el descubrimiento de un intento de magnicidio contra Leguía dirigido por un diputado, los disturbios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y una fuerte pifia contra él en un teatro limeño, en agosto de 1930 se produjo la sublevación del comandante Luis Miguel Sánchez Cerro en Arequipa.
Leguía fracasa en intentar sofocarla y busca nombrar un gabinete con sólo ministros militares. El ejército no acepta y presiona por una Junta Militar de Gobierno. Leguía la nombra, le presenta su renuncia y, pese a la oferta de asilo diplomático del embajador chileno, sale en barco rumbo a Panamá. En alta mar, por comunicación cablegráfica, se entera de disturbios y saqueos en Lima. Retorna y es capturado.
Lo conducen primero a la prisión de la isla San Lorenzo y después a la Penitenciaría de Lima. Fue encerrado en una pequeña celda húmeda, sucia y pestilente. Las ventanas estaban tapiadas, no había agua y desagüe ni contacto con el exterior. Leguía no podía dormir en la noche por los gritos de los guardias. Tenía dificultad para orinar, por lo que necesitaba usar una sonda uretral. Los carceleros no se la permitieron y su salud empeoró.
Durante el día Leguía era sometido a juicio en el Tribunal de Sanción Nacional creado por los vencedores de Arequipa. Lo que debió ser un tribunal moralizador se volvió una sala de venganzas personales, donde los acusados no tenían garantías para la defensa, cualquiera podía ser inculpado y todos eran considerados culpables hasta que probaran ser inocentes.
En noviembre de 1931 la Junta Nacional de Gobierno de don David Samanez Ocampo (ex senador y hacendado sin afanes políticos) permitió que Leguía sea trasladado en ambulancia al Hospital Naval en el Callao para que lo operen de urgencia. A los dos días, cuando se anunció su mejoría, una bomba de dinamita fue lanzada a la habitación del ex dictador en el hospital sin lograr herirlo. Pese al esfuerzo de los médicos, Leguía sufrió dos paros cardiacos que lo mataron en febrero de 1932. Al morir pesaba ¡treinta kilogramos!
La prensa nunca protestó por los abusos contra Leguía. En el Congreso Constituyente no se guardó un minuto de silencio por su muerte. El ex dictador falleció en la total indiferencia. Así fuimos de ingratos, cínicos e inhumanos.
El Perú ya no es el país bárbaro y violento que se ensañó con Leguía. Fujimori no recibe ni recibirá el mismo trato.
Por Gian Carlo Orbezo Salas, columnista invitado