Para muchos pensadores liberales, el libre mercado es justo en tanto respeta la libertad de las personas y promueve su autonomía. La premisa de estos pensadores es que cualquier restricción a la libertad de actuar e interactuar necesita ser justificada. Además, sostienen que ni el Estado ni otras personas tienen derecho a decidir qué es lo que uno debe preferir. Lo que importa es decidir por cuenta propia, formar una escala de preferencias de acuerdo a los valores en los que uno cree. La relación entre preferencias y valores es mucho más estrecha de lo que podría parecer a primera vista. Y es que la satisfacción de preferencias va mucho más allá de necesidades básicas como alimentación o alojamiento. Una vida plena es, siempre, una vida en sociedad (Raz 1986, 288-320). El bienestar de otras personas, ya sean familiares, amigos, o compatriotas, es importante para nuestro propio bienestar en tanto nuestras vidas serían muy pobres sin el amor, la amistad, el respeto y la cooperación que fluyen de estas relaciones.
Los proyectos que emprendemos en nuestro tiempo libre, desde cosas muy simples como ir al cine, ir a misa o jugar ajedrez, hasta tareas complejas como organizar un viaje con tres hijos, son todas actividades socialmente reconocidas, actividades que otras personas también valoran y realizan. Por ello, nuestras preferencias nunca son puramente privadas, sino también el reflejo de la pluralidad de valores de una sociedad. Desde esta perspectiva, el mercado libre debe ser defendido en tanto es el sistema más eficiente que tenemos para la satisfacción de las preferencias que cada uno de los ciudadanos expresa de acuerdo a su concepción de una buena vida.
Otro argumento para preferir el libre mercado a cualquier alternativa es su capacidad de fomentar el desarrollo personal. El hecho de que el libre mercado premie a aquellos empresarios y empleados que logran cautivar a los compradores con ideas nuevas, o con un excelente servicio, motiva a muchas personas a destacar en lo que hacen. Por todas estas razonas, el precio adecuado, el equilibrio entre oferta y demanda, es valioso desde una perspectiva ética. Es la mejor fórmula para distribuir recursos respetando la autonomía de cada consumidor y premiando, al mismo tiempo, las virtudes de los vendedores más exitosos. El precio adecuado puede ser, al mismo tiempo, el precio justo.
Dos problemas: Preferencias malas e instituciones injustas
Sin embargo, no todo es color de rosa. Un problema que debemos enfrentar es el hecho de que existen preferencias malas. En un libre mercado, nada previene a un padre de familia de derrochar, en una sola noche, el dinero guardado durante largos años para la educación de sus hijos en un casino. Otro caso es la desigualdad salarial entre hombres y mujeres. Las estadísticas demuestran que, en todo el mundo, los hombres son mejor pagados que las mujeres por realizar exactamente el mismo trabajo.
En ambos casos, es evidente que los clientes debieron haber cambiado sus preferencias a la luz de los hechos. El padre de familia debió haber tenido mayor consideración a favor de la educación de sus hijos. El empleador debió haber reconocido que un sueldo debe fijarse en función al desempeño del trabajador, no en función a su sexo. Lo cierto es que no todas nuestras decisiones son como deberían ser desde un punto de vista ético. Es fácil comprar un producto de una empresa con reputación de maltratar a sus trabajadores, sobre todo cuando ese producto es el más barato. Pero son estos tipos de preferencias los que mantienen un sistema que, en vez de fomentar libertad y autonomía, termina oprimiendo vidas.
La mejor solución a este problema es la reforma personal, es decir, que cada persona incorpore consideraciones éticas a la hora de formar sus preferencias. Otra opción sería el paternalismo del Estado, algo que muchos liberales rechazan. En este último caso, el Estado interviene dificultando la satisfacción de ciertas preferencias consideradas reprobables. En el caso de los casinos, por ejemplo, el Estado podría gravarlos con un impuesto (lo cual elevaría los costos de jugar), limitar la cantidad de dinero que uno puede gastar en una noche, o, radicalmente, podría prohibir los casinos.
Muchos liberales rechazan este tipo de soluciones, no porque niegan la existencia de preferencias malas, sino porque creen que toda persona adulta tiene la responsabilidad de elegir bien. Un Estado que dicta las elecciones correctas a sus ciudadanos niega su capacidad de decidir por cuenta propia. La libertad de llevar una vida buena de forma autónoma, en base a decisiones propias, constituye un valor humano tan importante que la intervención del Estado resulta siendo seriamente problemática.