La confluencia entre los intereses de compradores y vendedores hace del libre mercado un sistema para la distribución de recursos en función a la preferencia de los consumidores. En una economía planificada, como aquella que existió en la extinta Unión Soviética, la distribución de recursos es decidida en base a lo que el Estado cree conveniente. Los planificadores deciden, por ejemplo, que los ciudadanos consumirán 800 millones de litros de leche por un año, y que el precio adecuado será 2,50. El Estado será ineficiente si al final los ciudadanos consumen 719 millones de litros de leche, o tal vez 889 millones. También será ineficiente en caso de que el precio sea demasiado bajo, pues la venta de leche generaría pérdidas, o en caso de que el precio sea demasiado alto, puesto que un competidor habría podido ofrecer la leche a sólo 2,30.
Un mercado libre es mucho mejor en evitar estas ineficiencias. El que toma las decisiones en un mercado libre no es un departamento del Estado, sino miles de vendedores y compradores que evalúan las condiciones de intercambio de forma permanente. Anticipar las preferencias de toda una población implica recabar e interpretar una cantidad de información casi infinita. Se trata, pues, de una tarea imposible para un solo actor como lo es el Estado. Considerando, además, la restricción de la libertad de elección de los ciudadanos, sumada a la privación de sus derechos políticos, podemos ver por qué esta solución es no solamente imposible, sino también indeseable.
Un supermercado, en cambio, con 12 mil clientes regulares, está en una posición mil veces mejor para conocer las costumbres de sus clientes y detectar cambios en sus preferencias. Si cada empresa se encarga de monitorear a sus propios clientes, el problema de anticipar las preferencias de los consumidores es resuelto de forma descentralizada. Lo que cuenta en un mercado libre no es la decisión de un burócrata, sino las evaluaciones de un sinfín de vendedores especializados en satisfacer ciertas preferencias de sus clientes (Kay 2004, 87-119). Además del aspecto comunicativo está el problema de los incentivos. Un servidor público con puesto garantizado tiene poco que perder con el fracaso de la gestión económica de su gobierno. Para un agricultor, en cambio, la sobreproducción de papas puede significar su bancarrota. Por lo mismo, es posible argumentar que un mercado libre es mejor a la hora de motivar a los vendedores para que sean eficientes.
Economía y justicia
Las consideraciones anteriores nos permiten una primera aproximación a la idea del precio justo. Hemos visto que en un mercado abierto el precio adecuado es el precio más bajo para un determinado producto. El precio más bajo es adecuado para el consumidor en tanto refleja la forma más eficiente de producción. Pero también es adecuado para el vendedor, quien tiene libertad de fijar el precio de su producto de acuerdo a aquel cliente que esté dispuesto a pagar la mayor cantidad. Pero, ¿en qué sentido podemos decir que el precio adecuado es también el precio justo? Imaginemos, por un momento, una sociedad en la cual todos los ciudadanos tienen cierta capacidad adquisitiva al momento de entrar en el circuito económico. Bajo este esquema, todas las personas tienen oportunidades de adquirir bienes y servicios que el mercado ofrece. Además, cada actor tiene libertad de comprar de acuerdo a su propia escala de preferencias.
La persona que ama las papas gastará 35% de su presupuesto en papas y sólo 5% en viajes, mientras que la persona a la cual le encanta viajar y, en cambio, detesta las papas decidirá gastar la mitad su presupuesto en viajar y no comprará papas. En cierto sentido, el libre mercado es más democrático que la democracia. En política, la democracia es el gobierno de la mayoría y, como tal, solamente responde a las preferencias de una mayoría. El libre mercado también responde a las mayorías, pero sin dejar de lado las preferencias de las minorías. En los Estados Unidos, una mayoría prefiere la Coca-Cola a la Inca Kola. Es por ello que uno puede encontrar Coca-Cola en cada equina. Pero basta con que un número mínimo de ciudadanos expresen su preferencia por tomar Inca Kola para que aparezcan las primeras bodegas ofertando “la bebida del Perú”.