Más Ilaves, más estereotipos

La historia es fea. En Ayacucho, cinco personas acusadas de asaltantes fueron torturadas y quemadas hasta morir. El hecho ha pasado como una noticia más por los medios que no parecen demasiado preocupados con este y otros tantos incidentes similares. La única excepción ha sido el periodista Mirko Lauer quien cree ver una relación directa entre los linchamientos y una cultura de la violencia en nuestra sociedad. Una breve radiografía.

Las notas de prensa comentando los sucesos evitan condenar los hechos. Al contrario, lo que aflora es cierta simpatía. Así, El Comercio publica una breve nota que relata el incidente comenzando con las siguientes palabras:

Cansados de ser víctimas de continuos robos, un grupo de campesinos ayacuchanos decidió aplicar su propia justicia […]

La imagen es simple y complaciente. Los “campesinos” están “cansados” de sufrir ataques y, a modo de reacción, aplican “su propia justicia”.

Para empezar, podemos preguntarnos si se trataba de campesinos. Es común que los medios de comunicación peruanos se refieran a los ciudadanos que habitan en áreas rurales como campesinos. En Perú, el apelativo “indio” o “indígena” es percibido, muchas veces, como un insulto.

El campesino, en cambio, no es definido de acuerdo a su color de piel, sus costumbres o su idioma, sino en función a su trabajo: el campo. Solemos imaginarnos al campesino como una persona humilde y laboriosa que vive de la autosubsistencia que el suelo le otorga, aislado del mundo que lo rodea.

Hablar de “campesinos” permite, pues, clasificar a aquellos que no conocemos dentro de un molde bastante simple y probablemente equivocado. No hay que ser especialistas para saber que aun en comunidades pequeñas y alejadas no todos se dedican al campo.

El intercambio económico (con dinero o trueque) requiere de comerciantes y vendedores con cierto poder de adquisición y nivel educativo. Además, el aparato estatal aporta funcionarios asalariados y especializados: Maestros, policías, prefectos, jueces, operadores políticos, doctores y enfermeras. Las posibilidades de ascender socialmente y dejar el campo son limitadas, pero existen.

El linchamiento suele ser imaginado como una pasión colectiva donde un pueblo entero, unido, enfurecido y enceguecido por un agravio, da rienda suelta a sus instintos más violentos. La figura es probablemente correcta, pero omite el papel del instigador, aquel que desliza las primeras piedras con el propósito de crear un huaico.

El instigador instrumentaliza a las multitudes para sus intereses personales. Cirilo Robles, alcalde de Ilave linchado en el 2004 y acusado por malos manejos, resultó siendo inocente. Pero eso ya no importa – Robles murió tras una larga agonía. En un linchamiento importa poco si alguien es o no inocente. Lo que importa es hacer creer que alguien es culpable. Es muy fácil acusar a una persona cuando el clamor por encontrar un culpable es grande. Y el hecho de que tengamos un sistema de justicia lento, corrupto e inaccesible para muchos contribuye a aumentar la frustración.

Los linchamientos son feos por donde uno los mire. No solamente está la posibilidad, muy real, de que las turbas se equivoquen flagelando a inocentes. Una orgía de sangre, además, tiene poco que ver con justicia. Por último, he tratado de mostrar que en las zonas rurales no todos son campesinos ingenuos ni mucho menos. Por lo mismo, necesitamos pensar en ciudadanos comunes y corrientes, empresarios y funcionarios públicos con intereses divergentes y poder de manipulación.

Por Evaristo Pentierra

Imagen tomada de: http://www.revistapersona.com.ar/

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